Podría haber pintado un desnudo moralizante, que desvelara y criticara cómo la mujer se convierte en un objeto del deseo de ellos. Podría haber cargado contra esos cuadros que alimentaban los ardores masculinos, uno en el que la mujer no apareciera lista para usar y tirar.
La crítica lamentó que el jurado, presidido por Joaquín Sorolla, le hubiera concedido a Navarro la tercera medalla del certamen. Se merecía la segunda, dijeron. Poco importaba el talento que todos ellos vieran en aquella “bella y joven” mujer: el éxito la condujo a su desaparición en un convento.
Desnudo de mujer fue un cuadro arriesgado, el asunto estaba reservado a los pintores, que no tenían que sufrir las ataduras del decoro decimonónico. Pero decidió alimentar el mito de la mujer como una Venus de la satisfacción masculina. El polémico lienzo, incluido en el relato de la exposición Invitadas, en el Museo del Prado, fue –contra todo pronóstico– aplaudido y del lienzo se escribió que invita a reconciliarse “con la vida en lo que de más adorable tiene, en la juventud, en la forma humana, vaso que contiene la esencia de la divinidad”.
No había lugar para la soberanía ni la independencia en el ideal de la mujer de aquellos primeros años del siglo XX: más fecunda que fuerte, más dócil que autónoma. Así que cuando la prensa atosigó a la familia Navarro para lograr entrevistas con la famosa pintora, el padre insistió en el desenlace monjil. Magdalena Illán no lo entiende. Esta profesora de historia del arte en la Universidad de Sevilla es la investigadora que más se ha acercado a la figura de una de las artistas más reconocidas en vida e ignoradas en la posteridad. Y se sigue preguntando cómo hizo ese cambio radical, cómo fue capaz de abandonar toda ambición creativa y asfixiar su talento, y acabar retratando en Roma, en 1933, a la fundadora de las Adoratrices, la orden en la que desapareció.
Aunque parezca increíble a nadie se le ocurrió en 1908 criticar a una mujer por haber estudiado el modelo vivo. Ellas lo tenían prohibido, no podían acercarse a un taller a pintar el cuerpo humano. No es descabellado pensar que esta “hija de un reputado médico y de una señora de reconocida cultura” se estudiara a sí misma. Para Magdalena Illán es la propia Aurelia Navarro la modelo del cuadro. Un autorretrato, aunque desdibujado.
“Ese desnudo estaba hecho para ganar, con colores vanguardistas, con audacia y riesgo. Todavía no podemos saber qué le ocurrió, pero hay que devolverle el valor que merece. Las obras de arte no son un objeto sin más, son reflejos de las sociedades en las que se crean”, añade Illán. La historiadora María Dolores Jiménez-Blanco tilda esta historia de “fanatismo religioso” e “intransigencia provinciana”. Un caso extremo.
Una lucha feminista
Los manuales de la historia del arte han borrado su nombre, y la familia de la pintora prefiere reservar en la intimidad el talento que atesoró la artista hasta que toma el hábito con las Madres Adoratrices, en Córdoba. Illán calcula que pintó un centenar de obras entre 1904 y 1916, ocultas hasta que la familia asuma la importancia de Aurelia. “Aunque alimentaron los estereotipos machistas, la suya, como la de otras pintoras, fue una lucha feminista. Fue muy valiente al presentar Desnudo de mujer. Quiso demostrar que podía hacer lo mismo que el sistema artístico valoraba en un hombre”, cuenta Illán.
La dramática historia de Navarro es el mejor reflejo de la misoginia que la sociedad española finisecular bombeaba como resistencia al feminismo en auge. En Francia ocurría lo mismo, como prueba La perla y la ola (1862), de Paul Baudry. También es un desnudo femenino, y cuelga unas salas más allá de la temporal del Prado. Menos sutil y sofisticado que el de Aurelia Navarro, el crítico Theóphile Gautier dijo de esta pintura de su amigo que se había encontrado con su mujer ideal, porque mira como miran “las púberes traviesas”.
“El cuadro de Aurelia Navarro sintetiza ese momento perfectamente. Ella, presionada por haber hecho un desnudo de éxito, y no moralizante, termina encerrándose en el convento”, explica el comisario de Invitadas, Carlos G. Navarro. A María López Fernández, que ha investigado la imagen de la mujer en la pintura española, le recuerda al caso de Camille Claudel (1864-1943), que acabó sus días encerrada en una institución mental de Montdevergues (Francia). “La mujer solo podía aspirar a ser un ángel del hogar, pero cuando apuestan por su libertad y desbordan los límites del decoro e ignoran los temas femeninos, como las madres con sus hijos, se encuentran con los problemas, porque ese no era el ideal femenino que habían diseñado los hombres para ellas”, indica López Fernández.